Una Bahía

En la ciudad sin mar

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida,

y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.

Armando Tejada Gómez (1929 – 1992)

Cuando pasa el tiempo acumulamos años para coleccionar recuerdos, al ver en cada foto la nostalgia del redescubrimiento, después de comernos el mundo sin dietas obligatorias: ser joven y aliviado nos hace inmortales. Esas añejas fotos son la riqueza heredada después de vivir como nos dio la gana.

Este carretazo inicial pretende volver a pasar por el corazón (recordar) el bar ubicado en la calle Zea, entre las carreras Carabobo y Juan del Corral, en el lejano 1983. Allí mordíamos nuestras convicciones cerveceando o bailando la música que nos electrocutaba: La Salsa. En un pequeño local era el parche donde podíamos abrazar nuestros noctámbulos encuentros. El borde de la acera era nuestro asiento. Adentro, el calor estrangulaba cuando se llenaba. En cada sorbo la conversación se alargaba, mirando de reojo cuándo una de las mesas se desocupaba. El bongó, el güiro, el timbal o las congas ensordecían. Agotada la conversación bailar era la siguiente opción para justificar la trasnochada.

Un viernes, de oloroso carnaval, llegamos Jorge Bustamante (1960 – 2007) y yo, a La Bahía (ese era el nombre del bar). Era tarde, muy tarde. Allí estaba Juan Guillermo Rúa (1956 – 1988) solitario, como cuando en 1978, con su Teatro Ambulante, comenzó a utilizar las calles de Medellín como auditorio. Nos invitamos a tres polas (cada uno pagó la suya) escurriendo los bolsillos. El riesgo de ese pedido era no tener con qué regresar a casa, pero como éramos inmortales, no importaba. Con apenas tres clientes adentro, el dueño bajó los decibeles para que pudiésemos conversar. El teatro, la poesía, la universidad, los aparecidos, los desaparecidos, Foucault, Vargas Llosa no, ese no, Gabo, el amor, María Mercedes Carranza escribiendo sus poemas entre húmedas sabanas, se fueron esfumando hasta que se desgastaron las palabras. A bailar, entonces. Y como a esa hora de la madrugada, los tres llenábamos el local con torpes acrobacias, con “caballo viejo” las paredes sudaban y las camisetas voleábamos, mientras la canción imitábamos: “cuando el amor llega así de esa manera / uno no se da ni cuenta”. De pronto, de tanta vuelta dada, las gafas se enredaron.

  • “Guevón, me las tumbaste”. Protestó Juan Guillermo.

Los tres palpábamos las viejas baldosas de la casa vieja hasta que Jorge las halló.

  • “Me las quebraste”. Volvió a decir afectado.
  • “Ahora a leer con los codos”. Se respondió sonriente.

Nos despedimos de la Bahía sin gafas, pero carcajeados de invencibilidad. Tambaleándonos salimos a continuar la farra sin plata (como éramos inmortales), mientras Rúa recitaba sus poemas nombraba a alguien ausente. De repente, tres policías nos pararon, requisaron y obligaron a vaciar nuestras mochilas.

  • ¿“Qué llevan ahí?”. Señaló el más bravero.

El negro sacó sus manuscritos, Jorge un libro de Caváfis, y yo, “El Túnel” de Ernesto Sábato, que en La Piloto había prestado.  Nos dejaron seguir, santiguándonos, eso, sí, con una amenazante advertencia.

  • “¡Pilas muchachos! Esto por aquí es muy gonorrea”.

Era la primera vez que escuchábamos esa palabra para nombrar algo diferente a una venérea. Cantando “Cambalache” llegamos a la Milagrosa, a la ventana diagonal al Federico Ozanam, donde Libardo nos fiaba la botella de “tres patadas”, para continuar retando a la “capital de la zozobra”, como llamaba Juan Guillermo a Medellín, la ciudad que quería, la que seguimos queriendo, así, Jorge y Rúa no estén. Por eso, cuarenta y un años después reivindico la importancia de revivir a quienes en las fotografías nos acompañan.

Abril 21 de 2024

pensamientos de 10 \"UNA BAHÍA\"

  1. Hola, querido. Estuve en esos días, y antes, en La Bahía, lo mismo que en el Oro de Munich (vecino del anterior) y el que estaba diagonal a estos, en el Bar Caló (de tango, claro), y por esa zona pasé noches de bohemia en distintos bares y cantinas. Qué días aquellos de universidad, de discusiones sobre marxismo-lenismo, y la revolución colombiana, etc. Juventud, divino tesoro. Claro que conocí a Rúa y vi alguna obra suya en el Camilo Torres. Muy evocativa crónica, mi querido Héctor. Hay que seguir ejercitando la memoria de esos días felices y de utopías vivas que nos hicieron caminar. Felicitaciones por tu escrito. Un abrazo.

  2. En la juventud sí que teníamos el lugar predilecto para divertirnos y tertuliar, nos creímos inmortales, efermabamos poco y aguantábamos lo más feroces guayabos, el concepto de la muerte solo estaba en el inconsciente, pero conscientemente la muerte y la enfermedad era para los demás, menos para uno. Son recuerdos inolvidables. Ahora con la edad avanzada la muerte está en el consciente ratificada por la multiples dolencias que se presentan con la edad. Solo nos quedan esos gratos recuerdos plasmados en una que otra fotografía conservadas en los anaqueles del olvido. Hector, leyendo la crónica recordé las farras y los parches de mi juventud.

    1. Jaime. Gracias por permanecer en cada crónica. Tus comentarios permiten que continúe escribiendo para acumular historias, con un solo propósito: que el olvido no borre tanta memoria.

  3. “ Que nostálgica crónica profesor Barrientos… Como que todo tiempo pasado fue mejor no ? Cuantas tertulias allí sin un peso en el bolsillo y pasábamos tan felices de verdad “

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