¡Y QUÉ… MI HERMANO!
El Parque de San Antonio
Un joven padre, con la estatura que pellizca las nubes, da una lección de tolerancia a su hijo, un niño que no supera la altura de su felicidad.
El dedo índice derecho, es su cartilla para orientar la ruta de quien apenas se asoma a la vida. Ese dedo adulto señala a la escultura del pájaro, donado por el escultor Fernando Botero, y herido por la estupidez de la guerra entre estúpidos. Estallada, explotada, reventada, así quedó después del estrepitoso ráfagazo, al que fue sometida esta tiesa ave de plumas de bronce e historia de riesgo, al ser víctimas de ese estallido, veintitrés personas indefensas que un 10 de junio de 1995 perecieron en ese lugar. Sin embargo, la inteligencia del niño, esa que le falta al violento agresor de la escultura, observa de reojo una copia paralela de la misma donada también por el artista paisa, como lección de esperanza, de superación y de capacidad de resistencia.
Su mente juguetona atrapa de inmediato el mensaje de alegría, vida y oportunidad, que este símbolo regala. Hasta la misa de sanación que ofrece la iglesia San Antonio de Padua – construida entre 1884 y 1902 – que permanece a un costado del Parque, tiene lazos de unión para quienes asisten a ella, no importa quién pasa por ahí o si vende artesanías, papitas, chicles, tinto, Bon Ice, sandía, mango biche o cualquier artículo que les permita rebuscarse el “diario” para su hogar. Y, eso lo saben los rezos encerrados de las cuarenta monjas que habitan el Convento, contiguo a la Parroquia, quizás, por eso, siguen rezando, así ninguna de sus suplicas sea escuchada por el bullicio que alimenta al Parque citadino.
El ingenuo pensamiento del niño, no capta el mensaje del “Buenaventura y Caney” que escucha su padre en casa. Como tampoco comprende lo que trata de resumirle su papá mientras caminan: qué éste sitio huele a cerveza conversada, a mar pacífico, a cuerpos inflados por un señor que ha visto en la tele, a Chocó chiquito, a la metáfora de Nicolás Guillén, el poeta nacional de Cuba, a la voz de Jairo Varela cuando le dice a Ana Milé, qué, ¡pilas con aquellos que le pintan pajaritos en el aire!, a la libertad sin jaula, a sancocho de bagre como el que prepara su abuela, a asado callejero, a parejas amacizadas cerquita de la voz de Diomedes Díaz, a abrazo afrodescendiente, a loción de chontaduro, a ebrio sollozando, a palmera de Urabá. Sin entender mucho, el niño disfruta mientras camina brincando pegado de la mano de su padre. De repente, pega un frenazo y su ingenuidad pregunta: “pa´, y éso ¿por qué se hundió?
El padre acariciándole la cabeza le suelta su respuesta. “No, mijo, no se hundió, lo que pasa es que es como un teatro redondo que se llama Media Torta, así como la mitad de un ponqué de cumpleaños pero de cemento y, en ella, se presentan payasos, cuenteros, magos, cantantes y todo el que quiere que le escuchen y aplaudan”.
Sin interesarse en sí el niño le entendió o no la improvisada clase, el hombre avanza sujetando a su hijo de la mano. Lo cierto es que tres danzantes banderas – las de Antioquia, Colombia y Medellín – dan la bienvenida al lugar donde se concentra la voz cultural del entorno.
La cicatriz dejada en el alma de este Parque, después de la bomba que destruyó al primer pájaro que donó Fernando Botero, es el espacio de todos que limita con la avenida Oriental, la calle San Juan, la carrera Junín y la calle Maturín, que abrió el deseo de compartir la luna negra cerca a una Pilsen fría sentado, en uno de sus cafetines, mientras se regala el corazón que vibra con el pasito tun tun del Joe, cuando escucha su reclamo, “no le pegue a la negra”, volviendo a las raíces ancestrales en música de Chocquibtown.
Después de recorrer este rectángulo encementado de tres mil metros cuadrados, sobresalen el medio centenar de gigantes palmeras, ubicadas sobre la calle Maturín entre la carrera Junín y la avenida Oriental, ¡perdón!, avenida Jorge Eliecer Gaitán, – su nombre oficial – las cuales adornan los cincuenta y dos puestos de artesanías, que exhiben correas, chapas, incienso, gorras, camisetas con diseños rebeldes, pipas y molas mezcladas con los informales vendedores de confites, llamadas por celular a ciento cincuenta pesos el minuto, mango biche, tinto o bolis.
Entonces, nace en el menor otra pregunta. ¿pa´, cuándo volvemos a la casa de Tomasa, mi tía? El padre le responde sin timidez alguna: cuando volvamos a las fiestas de san Pacho.
Lo que no sabe el menor, es que a las cinco de la mañana, el Parque tiene su propia chirimía. Trabajadores de todas las edades hacen sus acrobacias para llegar hasta el bus, que sus oficios les llevará. Envigado, San Antonio de Prado, Guayabal, El Poblado, Belén o Itagüí, allí, tienen su acopio. Lo que tienen muy claro estos esfuerzos anónimos, es que aquí nadie se puede extraviar.
En medio de su capacidad de asombrarse por lo que el mundo adulto no ve, el niño interroga. ¿Y esa puerta tan grande hacia dónde nos lleva? Se refiere a la escultura hecha por el artista Ronny Vayda y llamada “La Puerta de San Antonio”, que sirve de anfitriona para abrir la sensatez de la cercanía de un lenguaje común. Así como permanecen juntos dos pájaros diferentes, pero criados por el mismo padre, así mismo es el olor de este lugar, DIVERSO.
Para aprender los nombres de las calles y los parques
Así es, Horacio, el componente histórico es fundamental en estas crónica. Muchísimas gracias por tu lectura y opinión.