¡QUÉ SOLEDAD TAN ABUNDANTE!

El Parque de Berrío

El centro del Centro, entre las calles Primero de Mayo y Ayacucho con carreras Bolívar y Palacé, un rectángulo de efervescente bullicio da vida a la ciudad sin importar su nombre porque de ser La Plaza Mayor, en la Colonia, pasó en la Independencia a llamarse La Plaza de Zea, hasta que por fin – ¡casi que no! –  le hallaron su  nombre definitivo.

Éste músculo de cemento transpira agite, prisa, afán, desconfianza y curiosidad. Espacio común que huele a muchedumbre, la misma que escucha el rostro de las guitarras campesinas,  habitantes de los morros más empinados de la urbe  y,  que bajan todos los días cansadas de arañar el cielo de  sus rutinas empobrecidas, para gritar con sus melodías esos recuerdos idos de instantes alegres en sus parcelas donde no pagaban por sonreír cada amanecer parido, hasta que la guerra las desplazó.

Cuerpos de madera que acompañan la piel de sus dueños, certifican el olor con fragancia a desempleo, a rebusque, a expectativa urbana. Tumultos de sueños convocados, no se sabe por quién pero con rigurosa puntualidad hasta allí, poco a poco, desordenadamente, se van acercando, quizás,  para hallar el rostro de alguna solución invisible.

Y con tanta historia junta, don Pedro Justo, el dueño del Parque,  al que bautizaron con su apellido  desde 1895, después de dejar de ser plaza de mercado;  permanece inmóvil, estático, mudo, vigilante del ruido, del afán de este mundo. Desde la altura,  donde su cuerpo de bronce parece de mayor estatura, ni escucha el beso solapado que un señor le roba a una damita que parece su nieta. Ni tampoco se entera que allí se exhibe la moda colorida que parece desteñida de tanto usarla.

Y,  cerca de él, sin saber quién pasa, una voz infantil ofrece chicles a cien. Un lustrador del cuero, con canas en su trasquilado cabello,  le compra para refrescar la agria espera de su próximo cliente, contiguo,  un  joven de rostro asustado,  por ciento cincuenta  pesos vende minutos por celular,   los mismos que  acercan los  “aquí te espero”, de  quienes  utilizan su servicio informal.

 

Cuando el día va creciendo, cuando la mañana ya ha pasado, el enredo de voces desconocidas va multiplicándose. Conversación callejera que se transforma en mercado de ciudad. Mientras tanto, las guitarras siguen rompiendo el pentagrama para atrapar una moneda, que una mano generosa le dará a su campesino intérprete.

Dinero no hay para comprar la próxima camisa que esconde tantas lavadas. Pero quien sí renueva su bañada, en la fuente de agua, del Banco que hace la plata, es la Gorda que a todos abraza.  Y hablando de billete, frente al  Edificio del Pasaje Comercial de la Bolsa,  pasa un indigente con una bolsa  que sólo guarda su desesperanza,  tan vieja como la fecha de inauguración del Parque en los años mil setecientos.

Este Parque, nombrado con el apellido de un gobernante del siglo diecinueve, Berrío, cada día se transforma en diálogo de concreto, en encuentro ocasional, en espera

estresada, en mirada desconfiada, en bendición de catedral, en abrazo de amigos, en transeúnte veloz. En venta de mensajes, palabras, camándulas, escapulario, cds e inesperadamente, alguien alza su voz para anunciar la llegada de Dios con un termo en su mano.

El azar también convive allí. Los vendedores de lotería se sientan pacientemente para ofrecer  la oportunidad de reemplazar la pobreza económica por ¡zas!, toparse con la riqueza mágicamente, al vender el número que ganará en la noche de ese día. Sólo los paraguas coloridos, los mismos que protegen sus cuerpos del sol quemante o del aguacero no anunciado,  son testigos de cientos o miles de frustraciones que respira el vendedor y transpira el comprador de la suerte.

Los oídos de sus visitantes, héroes anónimos o simples ciudadanos, escuchan cada miércoles el llanto de unas madres que exigen con pendones, que sus hijos desaparecidos no sean tema de la canción del salsero Rubén Blades. Una niña que camina amarrada al brazo de su madre,  le murmura; “amá, son la Madres de la Candelaria, yo las he visto en las noticias”, y, exactamente, es lo que ellas quieren, noticias de sus hijos porque tanta espera las desespera.

Mientras todo esto ocurre abajo,  arriba el cielo exhibe el vuelo de las palomas. Las mismas que habitan en la Iglesia Nuestra Señora de La Candelaria – el primer templo levantado en la ciudad – quizás desde 1649, fecha de su construcción inicial,  o en La Estación del Metro, desde 1995. Ese vuelo programado de las aves ven los pies que zigzaguean,  en un extraviado ir y venir  sin ruta alguna. Como están en  el Centro de Medellín,  las aves no entienden por qué las discusiones en chanclas o por qué le niegan el ingreso a una viejita que subió las escalas para abordar el Metro, pero al llegar al torniquete, un policía bachiller no entendió que sus callos no la llevan hasta Bello, su sitio de destino. La razón, sus bolsillos no guardaban el valor del tiquete.

Estos pájaros  de vuelo encementado, tampoco entienden por qué hasta el Parque llega quien quiere desplazar su silencio, quisieran saber qué ojalá todos fueran como el  policía de la cotidianidad, de esta atmósfera polucionada, como la escultura de Rodrigo Arenas Betancur, quieta  y sin comentarios, que sólo representa “el Desafío de la Raza”, a través del trabajo, el caballo, el labriego, el chócolo y el esfuerzo por alcanzar las metas de un pueblo emprendedor como el que visita frecuentemente este escenario.

Así que la rutina de los adoquines, de éste rectangular inquilinato de ciudad,  se desvanece cuando la noche se vuelve propietaria del lugar. Sólo el silencio acompaña a don Pedro Justo, y uno que otro borrachito, que por allí pasa, porque su rasca no le niega el derecho de no temerle a la oscuridad de la calma. ¡Por supuesto!, hasta el otro día, donde toda esta quietud se transforma en un corazón con temperatura de metrópoli con olor a pueblo crucificado.

 

pensamientos de 5 \"¡QUE SOLEDAD TAN ABUNDANTE!\"

  1. Excelente radiografía de ese lugar céntrico de la ciudad. Brillante descripción del lugar.
    Solo una pregunta:
    Todo es amargura allí?
    No había ni un solo rostro sonriente .
    Es el parque de Berrio o el inquilinato de la depresión?

  2. Muy buenos tus escritos. Una escritura oral sin intervenciones ni retóricas. la sola descripción le da fuerza al tema. Un desarrollo limpio y relajado. Cuando no se agrede el paisaje que se describe éste no pierda la vigencia de aquella realidad.

    1. Jorge Alberto, muchísimas gracias por tu generoso concepto. Personas como vos, me motivan a seguir escribiendo. Te espero en la próxima crónica.

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