MEDELLÍN ES MI CASA

La Plazuela Nutibara

(Crónica escrita antes que la orden de un alcalde comenzará a triturar el cemento para volver a vaciar más cemento)

En el alma del corazón, es decir, en la mitad de la mitad, en una atmósfera sin carnaval – de sol gris que se transpira – se resume el mirar, el andar, el aspirar, el suspirar, el tropezar, el rascar, el desandar, el buscar, el encontrar, el ignorar,  y el respirar  de quienes se citan,  pasan o se repasan por aquí.

Pedacito encementado de la ciudad con pedacitos de hierba y flores  donde las palomas pasan sus pedacitos de jornadas volátiles, como el humo que absorben tres habitantes de la calle – ¡claro! mi abuelo en su lenguaje sin escuela, hubiese dicho, “¡vagos! – recostados sobre el tronco del único árbol que acompaña a las largas palmeras,  hace tiempo sembradas.

Ese tronco es la almohada de los labios maltratados por el hambre y el bazuco. Las once palmeras que allí se paran,  no logran leer lo que aquí sucede porque son muy altas y hacia abajo,  su visión también se pierde como la ausencia de todo para salir de ese infierno llamado vicio.

Debajo del viaducto del Metro se ubica la Plazuela Nutibara, la cual es atrapada – como su abandono – por sus cárceles viales: la avenida Primero de Mayo y la carrera Bolívar; asfalto amarrador que traza límites a sus límites de escasos encuentros.

Quien aquí espera, pues, ¡desespera! Muy pocos acuden a su cita con la promesa de una promesa. Es tanto el gris de la atmósfera –  que lo único con color –  es el sonriente abrazo de un par de hermanos que se encuentran para hacer una vuelta en una Notaría, o las florecitas jardineras, o las pintoreteadas columnas del viaducto, que permiten al Metro, estar distante del  pico y placa  porque arriba no hay congestión.

Cerca de donde alguien dejó una bolsa con desechos, se halla la cabeza de don Pedro Justo, quien fue creada por las manos del escultor Carlos Regino Gutiérrez. El mármol sin doliente, del que está hecho este homenaje, ubica el rostro del personaje – mirando sin pestañear – hacia la entrada del Palacio de la Cultura, que tiene forma de catedral,  seguramente,  don Pedro Justo Berrío – quien fue presidente de los antioqueños entre 1864 y 1875 – ha visto a más de uno santiguarse cuando transita  frente a la fachada ajedrezada, diseñada por el belga Agustín Goovaerts, y cuya estructura fue construida, apenas,  en una cuarta parte debido a la crisis financiera que vivió el país a finales de los años veinte –

Este sitio, con nombre del cacique que se opuso a la cobarde conquista de los españoles, viste su historia desaliñada. Caras, bocas, dedos, y hasta el caminar,  parecen interrogar: “¿así de maluca será la alegría?”. Como el mundo de un señor con parpadeo jubilado,  quien acurrucado, hace un crucigrama para aligerar la lentitud del tiempo, de tediosa rutina. Algunos hombres veteranos – que desempleados o desplazados por su vejez – intercambian relojes y celulares baratos, ignoran, qué, ahí no más, cerquita de dónde se hallan, se fundó  el periódico El Espectador – varias veces clausurado, quemado y bombardeado,  por decir lo que los otros ocultan:  la verdad informativa – el 22 de marzo de 1887,  por don Fidel Cano Gutiérrez.

Entre uno que otro vendedor callejero, dos adultos robustos – tomados de las manos –  se sientan en cualquier lugar porque no hay bancas. Ella a él ni lo mira, y él  a ella… ¡imagínatelo! El interés de ambos parece aburrido porque se extravío en cualquier parte. Quizás huelen a melancolía, a esta pareja ni el silencio de sus vidas la une.

Un indigente – el abuelo decía, limosnero – le estira la mano a una señora que se le cruza de afán:”una moneda, tía, tengo hambre”. La dama acelera su andar porque teme que el tipo la robe. Otro indigente – perdón, abuelo,  limosnero – duerme su trasnocho en horas del día. Ni se inmuta, ni nadie se inmuta por él. Una muchacha de blusa escotada atraviesa la Plazuela para tomar el bus que la llevará al barrio La Floresta. Ella corre, corre, y,   al correr,  su bolso aprieta con ambas manos, con sus uñas, con todas sus huellas, como si fueran tenazas sin importarle que el escote muestre lo que su vergüenza oculta.

Los pocos vendedores callejeros que hay, como el grueso albino, que sin pregonar,  porque su chaleco naranja fluorescente grita por él,  los  minutos por celular que  a doscientos pesos ofrece;  y  la viejita, que en un cochecito para bebé,  exhibe sus confites, chicles y galletas,  a su escasa clientela.

A diferencia de ellos, un señor crespo, alto y flaco, recostado al tronco de una de las palmeras,  con sus ideas artesanas teje alambre para ofrecer su creación, en la vecina Plaza de Botero.

Un muchacho, con fragancia a orinal de bar que fía,  acerca a su boca, la boca de la botella que contenía sacol. La pega se esfumó  pero su ansiedad viaja creyendo que el vidrio del frasco atrapará la sustancia que le hace alucinar.

Un señor que salió del Palacio de la Cultura – que lleva el nombre del general Rafael Uribe Uribe, caudillo militar que lideró a los liberales en la Guerra de los Mil días, recuerda que fue entre 1899 y 1902,  este pendejo, empobrecedor y sangriento enfrentamiento entre colombianos, donde miles de bobos se matan, entre sí, para que tres vivos se enriquezcan, a través del cuentico de la cizaña y el odio, alimentado por el interés estadounidense de borrarnos del mapa a Panamá porque ya calculaban las ganancias que les dejaría el canal.  Te diré,  que el Senado norteamericano aprobó veinticinco millones de dólares como indemnización,  pagados de a poquito, gota a gota, como si les debiéramos un favor, después de comprobar que el petróleo colombiano sería de ellos –  se arrepiente, evita cruzarla,  y opta por bajar por la calle Boyacá. Su retina de decepción gambetea la desorganización del sitio para que no afecte su condición de historiador. Quizás – este señor – como cronista de la ciudad no quiera plasmar en sus relatos la nariz decepcionada de todos los que pasan a habitarla por la necesidad de transitarla.

Mientras dos policías bachilleres, cuidan de espaldas a la Plazuela, tres soldados hacen un retén urbano. Solicitan los documentos de dos muchachos que con morrales andan. Verifican, esculcan, solicitan información de los dos ciudadanos. Se los llevan porque ninguno de los dos tiene su visa militar. Otro muchacho se esconde del retén, entrando a la caseta del baño público,  instalado,  allí,  para evitar que el espacio de todos sea un sanitario más.

A pesar del baño público,  los troncos de las palmeras sirven de inodoro para quienes duermen en sus losas. ¿Qué pensará el hotel que lleva su nombre, patrimonio arquitectónico de la ciudad e inaugurado en 1945? Sí, allí mismito está el acopio del Turibus para los turistas recoger o dejar, ¿por qué tanto descuido para una zona tan central? Seguro vos te preguntarás,  abuelo.

Un enfermero,  que apenas deja la adolescencia,  testigo es de esta verdad. Su taxi conduce – no me preguntés por qué…el desempleo, mijo, el desempleo, ¿cierto abuelo? – y el acopio o paradero del mismo, lo vuelve narrador de este trozo de urbe sin estregar.

Una señora por la ventana del bus que va para Campo Valdez, no oye la festiva conversación de los loritos que sobre las larguiluchas palmeras tertulian,  pero si  observa el acontecer de esta Plazoleta. “Que pesar, tanto joven tirado por esa maldita adicción”. Su vecina de puesto con la cabeza hace un gesto de negación. “Qué pesar”, piensa, mientras clava la mirada.

Ambas damas ven la fuente del cacique Nutibara, de espaldas al hotel, la cual debe adornar el suelo de sus visitantes. No tiene agua, y en vez del líquido,  en el circular pozuelo caminan las palomas que son sus inquilinas. La obra del maestro Pedro Nel Gómez se pierde sin memoria, pues – su escultura –  en homenaje al cacique que vivió la extensión natural del Valle del Aburrá: un hombre de mirada implorante carga un águila y una serpiente. El hombre con su visión hacia el cielo parece rogarle al alcalde de la ciudad, que no deje perder este valioso testimonio aborigen, que muy pronto la selva de contaminación la absorberá. En una de las paredes del pozuelo, mirando hacia el viaducto, una placa de mármol – que nadie lee – grita en silencio: “Fuente del Cacique Nutibara. Obra del maestro Pedro Nel Gómez restaurada por el Metro de Medellín como parte de las obras de remodelación de esta Plazuela. Agosto 1 de 1996”.

Lo concreto –  entre tanto concreto –  es que el central triangulo de cemento,  huele a sobrevivencia,  en esta Medellín,  que también es tu casa.

 

 

 

 

pensamientos de 6 \"MEDELLÍN ES MI CASA\"

  1. Como lo sabe hacer el profesor Barrientos , excelente descripción de todo lo que se vive en “ La Plazuela Nutibara “, y que muchos de nosotros añoramos con nostalgia…. Nostalgia propia de quienes vivimos en el exterior en exilio voluntario…
    Estas crónicas evidencian la realidad de la Antioquia que tanto extrañamos y que con nuestra ingratitud pasamos sin mirar , y quizás sin dejar huella…
    gracias profesor Barrientos por llevarnos de vuelta!!
    Un abrazo,

    1. Rubencho, gracias por tu concepto. Sos de los que disfrutan cada espacio vivencial, y la idea con esta idea, es viajar dentro del mundo del sentimiento. Un abrazo, mijo.

  2. Una crónica llena de recuerdos ,de infancia y lugares comunes para quienes hemos trasegado por esos sitios en noctàmbulas rumbas,alcohol y literatura,juntos y revueltos, haciendo de la literatura una realidad y no que se quede en el papel.
    Gracias amigo.

    1. Fercho, gracias, mijo, por leer estas crónicas. Tu opinión es muy importante para mi por dos razones: sos un un lector por vocación y un interprete del sarcasmo. En la próxima te espero para disfrutar tu comentario. Gracias totales, como dijo el gran Gustavo Cerati.

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