¡La piel de la galaxia!
El Planetario de Medellín
(Antes que el tapabocas ocultara la alegría del asombro)
Este fragmento de ciudad – al nororiente de la misma – es sinónimo de imaginación, estrellas, galaxias, satélites, meteoros, planetas, misterio, aprendizaje, juego y descubrimiento. El mismo que lleva el nombre del sacerdote Jesús Emilio Ramírez González, como homenaje a uno de los primeros colombianos que estudiaron el universo: El cura, maestro y escritor Jesús Emilio nació en el municipio de Yolombó – noroeste de Antioquia – en 1904 y murió en Medellín, en 1981.
El lenguaje astronómico se vuelve simple, sin complique, así como la alegría en los ojos de los niños – que baila con sus carcajadas – como la de los estudiantes de una escuelita de barrio con carencias, hacen la fila para ingresar al lugar que explorarán con su capacidad preguntona, mientras la Guía les orienta: aquí es permitido tocar, vivir, experimentar, crear, creer, imaginar, soñar y explorar. Esta visita se convierte para los chiquillos en una mirada diferente a sus rutinarias clases de jaula.
Este escenario de la indagación – donde se resuelven interrogantes cotidianos – como: ¿por qué la luna no se cae? o ¿Por qué al sol no lo pintaron verde?, abrió sus puertas, por primera vez, el 10 de octubre de 1984. Esta iniciativa parida la Sociedad Astronómica del Colegio de San José.
Dos estanques de agua, vigilados por dos hileras de palmeras, dan la bienvenida. De noche las luces riegan la fantasía enlunada. Su cúpula gris eclipsa la fachada que sirve de pantalla para proyectar, sin encierro, la otra magia, la del cine.
Mientras adentro los visitantes aprenden, afuera los acróbatas del rebusque, venden: una robusta mujer ofrece minutos para hablar por celular; un ex alcohólico ofrece Bon Ice; un carretillero, que viene desde el otro lado – dónde todo falta – grita: “a mil, a mil, a miiil la docena de tomate del árbol”. Sin importarle el mercado informal, otro niño, que viene de otra zona de la ciudad – dónde todo sobra – acaricia sin ternura al gatico – su mascota – que parece un perrito (o, ¿será al revés?).
Aquí – afuera – un concierto de rock da tiquete a sus asistentes el mundo que la imaginación inventa con su real energía musical. Aquí – adentro – otros viajan a las estrellas, que, aunque lejanas, visitarán sin tiquete alguno.
En un cartel, pegado en la parte alta de la fachada del Planetario, se lee: “Pasaporte al universo, estreno en el gran domo”. Contiguo, otro aviso. “5 con 1. Entrada libre. Presentando una cuenta de servicios públicos de estratos 1, 2 y 3 de Medellín”.
La hija de la señora que vende agua en bolsas lee los anuncios. Su mirad se desconecta cuando recuerda que en la parte alta de la montaña está su casa, la cual no tiene agua, ni luz, porque su madre, aún, no ha recogido el dinero para su reconexión. El mes anterior, por falta de pago, el servicio lo suspendieron. Por eso, con mayor énfasis grita: “agua, agua, a quinientos… el agua”; mientras el niño del gatico (¿o del perrito?, en fin), le compra una bolsita, mientras una gallina silba – recuerda que aquí, la magia es posible – buscando alguna lombriz sobre el mármol que adorna el suelo. Mientras un pechirojo vuela a la esfera que simula ser el mundo de las estrellas. Como el viento mueve la esfera, el emplumado se carcajea, aunque no exhiba su sonrisa.
Un señor – de estatura en promoción – imita al pájaro. Él, también recrea su adultez, mientras gira su mano, creyendo mover el reloj que se halla adherido al obelisco de concreto. De repente, su voz se vuelve megáfono: “¡qué maricada!, no pasa nada”. Lo que ignora el tipo – del tamaño de juguete chino – es que la ubicación de su sombra permite saber la hora exacta. Así es como funciona el reloj de sol, aunque su rabieta, de peladito manipulador, jamás lo entenderá.
Tres turistas argentinos, de egos delatores, fotografían las columnas del viaducto del Metro, en la estación Universidad; las mismas que albergan con imágenes, de más pájaros, el colorido de la vida. Uno de ellos advierte sonriendo. “Estas pinturas espantan los lunes de bostezos, ché”. Los extranjeros pincelan en sus rostros el olor de una escuela cuándo el recreo es la única materia.
El planetario ,un microcosmos para quienes lo recorren por primera vez.
Un mundo para descubrir otros mundos ,así sea desde la ficción de aquellas cómodas sillas.
Una crónica que nos recuerda la pequeñez del ser frente a la inmensidad del cosmos,recordando aquí a Sagan.
Gracias amigo Héctor.
Horacio, muchas gracias por tu comentario, el cual me permite esperarte en la próxima.
Crónica oportuna para descubrir y conocer el mundo de otro mundo …A veces es necesario mirar las estrellas , para poder sentir que tenemos los pies en la tierra … Cuantos vivimos en las nubes , soñando que lo sabemos todo .. Como siempre una gran crónica para leer y degustar mi gran profesor Barrientos .
Rubencho. De nuevo, gracias por tus conceptos que valoran Así huele Medellín, como testigo de esas vivencias que guardamos en nuestras historias. Te espero en la próxima.