“CUANDO PASA UN SILLETERO…”
El Parque de Santa Elena
(Antes, pero muchísimo antes que cerraran la iglesia por grietas en sus paredes, y que la Alcaldía propusiera remodelar, otra vez, El Parque)
No es sino dejar la avenida Oriental – como se conoce popularmente – o avenida Jorge Eliecer Gaitán – nombre oficial de esta importante vía de la ciudad, que le hace homenaje a un caudillo liberal que idealizó las soluciones para el país, siendo asesinado por ese motivo un 9 de abril de 1948; dicen, y a mí no me consta porque no estoy tan cajetiado, que si no lo matan hubiese sido presidente de la república – y subir hasta la calle llamada las mellizas – ya que son paralelas – del barrio Buenos Aires, para encontrar a una mareadora serpentina de asfalto que desde 1925 devora la montaña del centroriente de la ciudad; acercando al Corregimiento que dibuja el amor de sus campesinos por esa tierra que acarician con sus manos callosas de tanto usar el azadón.
Y, a través de esta misma vía, en cuarenta minutos, desde el Centro de la urbe, se llega a su Parque, el cual es un montículo verde besado por la neblina que diseña el abecedario del frio, mediante el vaho que sale de las conversaciones de quienes sobre él caminan o se sientan, sin afán alguno.
Hasta aquí llegó Mateo, habitante de uno de los barrios sin esquinas de la capital, para acompañar a su hermana Kelly, residente en Francia desde hace algún tiempo. Estar tan cerca de la nostalgia y tan lejos de los recuerdos, motivó a la mujer a visitarlo, ya que, a través del internet, no se pierde El Desfile de Silleteros, en cada Feria de las Flores.
Lo primero que encuentra la pareja de hermanos al descender del bus que los transportó desde Medellín, fue mucha gente dentro y fuera del inclinado espacio. “¿Estarán de fiesta?”, preguntó a su hermano. “No creo”, contestó el vigoroso joven, quien posee un pequeño taller artesanal en el Centro de la ciudad.
A pesar de no tener una respuesta a sus especulaciones, después de cruzar la carretera, su destino fue la gran escultura de bronce fundido ubicada en la parte baja del Parque que se cuelga de la montaña.
“Una foto, tomáme una foto, aquí”, exclamó la muchacha. “Bien, sentáte en ese murito, debajo del silletero para que quedés en la mitad”.
Un click, sin decir whisky, fue suficiente para congelar el orgullo de la mujer, el mismo que llevará cuando regrese a Paris, donde reside. “Con ésta voy a chicaniar, allá”.
En efecto, en el centro de la obra, un hombre campesino carga una silleta monumental de flores, y, en su encorvada espalda lleva el peso de su esfuerzo creativo, orgulloso de su participación en el desfile anual por las calles de la metrópoli, en el cierre de la Feria de las Flores. Al lado derecho su pequeña hija, a la izquierda, su esposa. Los tres cuidan de este patrimonio inmaterial del país. La autora, Luz María Piedrahita, que en 1997, bautizó el monumento, «Familia de Silleteros», representando en su obra la importancia del vínculo sanguíneo en la conservación de dicha tradición. Así El Silletero se vuelve memoria para evitar, que los viejos que mueren, habiten el olvido rural.
Después de la foto, los dos hermanos, tomados de la mano, leen en coro la placa de la parte inferior de la escultura: “Cuando pasa un silletero, es Antioquia la que pasa”.
A ambos de la emoción se le erizó la piel – como diría Amparo Grisales, la veterana diva de la televisión colombiana que pone a especular, al país farandulero, entorno, sí, ella, conoció o no, alguna especie de dinosaurios, ya que no representa la edad que cada quien le adjudica – por eso ni se enteran que recostado a la pequeña capilla, localizada en la parte superior del Parque, un retablo anuncia el funeral de alguien. Desde el circular campanario se anuncia la misa para acompañar al finado, quién es uno de los cuarenta campesinos que bajaron del Corregimiento para exhibir, por primera vez a la ciudad, un 1 de mayo de 1957, su trabajo agricola, sin saber que después, esa exhibición seria llamada: “Feria de las Flores”.
El farol sembrado a un lado de la iglesia enciende su timidez, alumbrando el recorrido hacia la eternidad del veterano hombre. Sobre las gradas que dan acceso al pequeño templo, la multitud espera porque en su interior no hay banca para tanta gente. Las dos campanas colgadas explican, con su invitación, el ritual de la brevedad.
“¡Ufff!, se nos fue el cucho”, comenta una muchacha a su primo, sentada sobre una de las escalas que trazan la ruta de la escultura del Silletero, Parque arriba. “Y tanto que nos enseñó”, responde el muchacho, quien ya desfila con su tradición familiar, mientras seca con una servilleta todo el amor hacia su “apito” – como le decía – que resbala por su cachetón rostro.
Los hermanos suben por las escalas donde se encuentran los primos llorando.
“¡Oíste!, ¿qué es lo que pasa?”, pregunta Mateo a Kelly.
“Creo que hay un entierro”. Responde la mujer mientras espanta un cucarrón que vuela cerca de su cara.
Sin proponérselo, sus miradas se dirige hacia dónde se halla un pequeño sentado sobre una de las gradas coloridas del semi circular teatrino. Los tiernos pómulos quemados por el gélido viento que lo masajea a diario les atrapa, mientras el niño juega pirinola, enchola una, dos, tres, otra, otra, y otra vez; está tan concentrado que ni se ha enterado que, cerca de él, otro niño conversa con su abuela sobre el finado Silletero que en la iglesia rezan, ni tampoco advierte que un pastor alemán “vela” un trozo de empanada que consume su dueña, entre tanto, una joven estudiante del colegio – quién ni se ha quitado el uniforme a cuadros por no perderse detalle alguno del ritual religiosos – le pisa, involuntariamente, la cola al animal espantándolo Parque abajo.
“¡Mirá!, qué belleza de caricolorado”, le dice el hermano a su inmigrante pariente.
Anclan la mirada en el niño, y, de repente, los dos mil quinientos metros de altura, sobre los cuales se halla el Parque – con sus chorritos de agua sin funcionar – los acerca más a las nubes, desviando su atención, en la observación que hacen de la totalidad del sitio público que convoca como si fuese el congelado Polo inclinado, limitado por una línea de asfalto por donde caminan los pies de las almas visitantes, ansiosas de pasado, musgo, frio, frío, frío, más frío, chocolate con quesito – ése que se estira por el calor que guarda la taza – aguapanela con canela, chorizo “nomeolvides” – será por los eructos después de consumirlo – arepa con hogao, poncho, sombrero, flores, legumbres sin químicos, lluvia, silencio, siembra, campo y tradición familiar.
Ese mismo asfalto guía a la pareja de hermanos a subir, con lenta dificultad al respirar, hasta la parte más alta. Alli, encuentran la imagen de yeso del Corazón de Jesús, los desnudos ladrillos que le sirven de fachada a la pequeña iglesia, complementado su pintoresco diseño con piedras que bordean el contorno de su puerta y sus cimientos.
“Parece que alguien importante murió”, le advierte Kelly a Mateo. Los dos se santiguan aunque no hayan conocido al muerto como señal de un reverencial respeto. De todas maneras se extasían con la forma del templo comparando el círculo del campanario con el redondo reloj, ¡claro!, siendo éste mucho más pequeño.
Y abriéndose espacio entre la multitud, parados en las gradas que sirven de atrio, se asombran con la presencia de una terraza hecha para “tardear” mientras se observa el “desestres” que regala el lugar. Desde allí se ve la totalidad del contexto. “Mirá, que bacano se ve el teatrino, con el colorido de sus gradas”. Dice la hermana a Mateo. Y, obvio, como es de esperarse, sus ojos se vuelven a anclar en el niño que juega ensimismado con su pirinola.
La pareja de hermanos, como el niño “cacheticolorado”, se hallan tan absortos en su observar, que sólo la voz de las campanas les despierta. Se anuncia el final del protocolo funerario para proceder a sepultar el cuerpo del viejo Silletero. Las gentes se mueven de un lado a otro haciendo una callecita de honor, entre tanto, un perro parchado como una vaca, ladra a nadie, como espantando la soledad que deja la ausencia en los corazones cuando se despiden de un ser amado. Sin importarles el ladrar, ni el fallecido, tres niños corren por las gradas coloretiadas.
Guardada en la historia de este montañoso Corregimiento, la silleta o el esqueleto de madera con forma de taburete, viajó sobre las espaldas de los hombres: alguna vez sirvió de taxi cuando el esclavo transportó a su torturador; de ambulancia cuando a las mujeres embarazadas las transportaban en este medio; fue camión de flores y legumbres que llevaba hasta La Placita de Flores, en el barrio Boston de Medellín, lo que la tierra había parido. Hoy es la bandera de un país que la muestra al mundo una fotografía de lo que somos: sobrevivientes permanentes de tanto problema acumulado.
Quizás, por esa razón, de las hojas de los árboles cuelgan gotas de dolor por la pérdida de un patriarca que enseñó a levantarse después de cada resbalada. Otra estudiante – que no conoce esta historia – quien por el centro del Parque camina sin prisa, con su uniforme de cuadritos, lleva el peso del optimismo amarrado al morral que cuelga de su espalda, mientras suspira con la llamada que le hará su compañero, el fasti fasti del salón, antes de volver a su casa, donde encontrará la guitarra que guarda la voz de la mamá, las trovas de sus hermanos, y la ruana que acompañará a su papá, después de seducir su parcela sembrada con girasoles, pompones, margaritas y nomeolvides.
“Vamos, allí”, le dice Mateo a Kelly, mientras le señala, desde la terraza, un restaurante, el mismo que limita con la vía que empaca al sitio. Con prudencia se desplazan, pero, al llegar, ella manifiesta en tono bajo: “aguapanela o chocolate”. El muchacho con una escondida sonrisa expresa a su pariente: “quesito”. El local se los traga mientras los asistentes al entierro inician su corto y dolorido recorrido al cementerio.
Después que todos se han ido quedan en la pequeña iglesia tres viejitos enruanados, los mismos que repiten una y otra vez, un desvanecido padrenuestro, que ni ellos mismos escuchan, mientras tres turistas hablantinosos, de gorra y cámara fotográfica, de lente enorme, colgada al cuello, son regañados por una abuelita que de rodillas le pide al Señor que mejore su floricultivo; “chiiito, majaderos, respeten pues”. Después de la advertencia los jóvenes descoloridos bajan a la terraza donde una pareja se besa. Desde allí ven lo que no observaron Mateo y Kelly; ven a cinco muchachos del colegio ensayando su próxima obra de teatro, sobre la semicircular plataforma que sirve de encuentro. También ven al Policía que camina por las gradas mientras habla por celular. Al rato, se antojan de bajar hasta la escultura silletera donde se toman otra foto, para este momento no olvidar.
Contiguo a la escultura, cuatro hombres, trabajadores del Vivero Municipal, maquillan el circular jardín que colorea el lugar. Sus camisas amarillas zapote tienen el mismo color de la mariposa que aterriza sobre la cachucha de uno de ellos, éste la espanta motivando su vuelo hasta la fuente de la minúscula plazoleta, localizada al lado derecho de la iglesia, donde los parroquianos se sientan a saborear un calidoso tinto con una empanada rellena por los secretos de la abuela de la abuela, como dice el narigón hombre que las ofrece desde la ventana que le sirve de tienda. .
Los hombres se secan con las mangas el sudor, el mismo que cría el sol picante de esta hora del día, y mientras ellos enamoran las flores con abono sin químicos, en lo alto de la Plaza, dos palomas, hechas en piedra, se dan picos, tatuándose, mutuamente, un romántico cosquilleo; acercándolas a lo que sienten los jardineros con las matas que los atrapan durante ocho horas mientras disfrutan de su jornada laboral.
Tal vez, en su próxima, visita programada para el mes de agosto del año entrante – cuando Kelly regrese a sus recuerdos – los dos hermanos se encontrarán con qué en La Feria de las Flores, ese mismo Parque, y las veredas del Corregimiento, se llenen con los ponchos y sombreros de quienes curiosearán la bondadosa hospitalidad de sus habitantes, en torno a la construcción de las silletas para mostrarlas al día siguiente, a una multitud efervescente, por las calles de la capital, y, ¡claro!, en esa próxima visita, su curiosidad los llevará a conocer más de esta cultura, como a los tres jóvenes extranjeros regañados por la viejita, quiénes fotografiaron y conocieron a la “Eterna primavera”, escultura representada por una pareja joven – cubiertos ambos – por una túnica de flores. Hecha en bronce, en el año 2003, por la misma artista que creó la «Familia de Silleteros», pero, eso, sí, tendrán que ir por el costado izquierdo del Parque y localizarla, ahí, frente al blanco edificio donde funciona la casa de Gobierno, en medio del circular jardín de rojas conchitas.
Risas, chistes, caminata, guaro, Pilsen, chuzo, chicharrón, morcilla, mondongo, chorizo, agua de panela con cuajada, chocolate con canela y sancocho trifásico – llamado, así, porque lleva trozos de cerdo, vaca y gallina – serán el menú que se ofrecerá para que los habitantes de sus veredas puedan ganar unos cuantos pesos, porque, con ellos, tenemos la deuda del sentimiento tricolor cuando emigramos de la casa. Así, que, Kelly se irá perfumada con el olor de la felicidad rural, así le toque pagar mil pesitos… ¡por orinar!
Buena historia
Claudia, gracias por tu concepto, y por leer estas crónicas que las escribo con el aroma del sentimiento.
Excelente narrativa Don Héctor. Describes a propios y foráneos lo cotidiano de nuestro orgullo, los paisas, campesinos que a duro golpe forjaron esta tierra, incluso gran parte de Colombia. Es satisfactorio identificar en tu artículo, por así llamarlo, la curiosidad del que siendo colombiano, paisa; nunca se identificó con la cultura silletera por diversas situaciones, sin embargo, lleva en la sangre eso que nos hace erizar la piel de la emoción al reencontrarnos con la tierra. Jamás podrá olvidarse!
Felicitaciones!
María Eugenia. Estoy muy agradecido por tu comentario – que sé, nacen del alma – el cual me motiva a publicar la próxima. Así huele Medellín sólo pretende que olfateemos nuestras vivencias cotidianas. Un abrazo.
Muy buena la historia me antoje del sancocho trifásico y de kelly y Mateo con su orgullo e inocencia motañera .siga escribiendo que nosotros leemos Nos gustan las Historias reales Bien .chao
Lucina, sé que vos y Gustavo disfrutan estos sencillos momentos de nuestra vida diaria. ya estoy preparando la próxima para que, nos acerquemos un poco con estas crónicas. Un abrazo para vos y Tavo.
Al leer esta hermosa crónica , como nos tiene acostumbrados el profesor Héctor , es imposible no llenarnos de nostalgia , quienes vivimos lejos de nuestras tradiciones, costumbres y terruños. Me senti como ese visitante , que después de un tiempo regresa a recorrer lugares que siempre tuvo cerca y que tuvo que ausentarse para poder conocerlos .
Gracias profesor por traernos de vuela al sol.
Mi hermanazo, de nuevo, tus palabras me obligan a publicar la próxima crónica, con el mismo entusiasmo con que vos la leés. Un abrazo, para vos que sos habitante de los recuerdos.
Amigo Héctor, tienes la facultad de meter a quienes te leemos en los espacios floridos de historia y actualidad de nuestra cultura campesina.
Amigo Héctor.
Tú crónica nos transporta a quienes te leemos por los caminos de una cultura campesina tan desconocida por nosotros los citadinos, a pesar de la cercana geografía donde habita quien nos surte diariamente, de lo que cultivan sus manos maltratadas.
Miguel. De nuevo, hermano, gracias por leer las crónicas que tejen la importancia de quiénes – realmente – son la esencia de una ciudad, su gente anónima y silenciosa que sólo pretenden servir. El campesino ha sido marginado en todo, inclusive, del reconocimiento gubernamental de ser quienes proveen la alimentación de todos. Sin el campo la ciudad no existe y, desde nuestra modesta visión, estas humildes letras aplauden y abrazan su esfuerzo. Para vos, de nuevo, muchísimas gracias por estar ahí, en cada palabra.
Escribir con el alma es dejar su ser en cada palabra
Fercho. Así es hermano. Gracias por leer – estas sencillas crónicas – con tu esencia, porque sé que lo hacés, con los ojos de tu corazón.
Una crònica que recuerda nuestro ancestro montañero y nos sumerge en aquellas èpocas donde el sombrero y el poncho era una indumentaria rutinaria.
Es un recuerdo vivo que se actualiza con estas palabras de un maestro de la pluma,sin ìnfulas de escritor y humilde como el que màs.
Horacio. gracias por estar ahí, con tus lecturas y comentarios. Te espero en la próxima.