“¡AHÍ! SÍ, AHÍ, EN EL ATRIO DE LA IGLESIA”

La Plazuela de San José

 

(Cuando aún no existía el Tranvía que viaja por la calle Ayacucho, y cuando a un alcalde de la ciudad no se le había ocurrido levantar el atrio para volverlo a dejar ahí, dónde ha estado desde el siglo diecinueve)

En el centro del Centro el calor derrite la paciencia, y aunque el semáforo grita, ¡deténgase!, los transeúntes omiten su señal. La atmósfera quemante los desespera e irresponsablemente cruzan la avenida Oriental, desafiando la luz que indica parar. A esta hora del día, en este minúsculo espacio, donde se alberga la fe católica, el rebusque cotidiano, y el ruido de los motores que suben por la calle Ayacucho, o el humo de los buses que viajan veloces por su vena principal, como lo es la avenida Jorge Eliecer Gaitán (abogado, bogotano, cuyo crimen en 1948 quedó en la impunidad aunque se sepa quiénes determinaron su muerte) o avenida Oriental, como le decimos los del pueblo pueblo – se estrujan en esta Plazoleta de espera, incluso, algunos estorban el acceso al pequeño centro comercial – contiguo a la iglesia – mientras a alguien esperan. Y esperan, aunque no sepan que esa misma avenida Jorge Eliecer Gaitán, en los años veinte, del siglo veinte, era la carrera san Félix.

Un guion, sin autor, determina el rol para la función: una pesada señora, sentada sobre el desempleo, ofrece sus camándulas; un señor que espera a su esposa pide “agua en bolsa”, que vende otro señor sin esposa, uniformado con un overol trasnochado; simultáneamente, un muchacho con visera ladeada, hace chasquear con habilidad los papelitos que le regala a los transeúntes dónde se invita a visitar a un brujo para que amarre el corazón de alguien.

En la puerta de la iglesia de san José – construida entre 1847 y 1892, en donde, además, de su fachada desnuda, se encuentra el cuadro más antiguo de la ciudad: una pintura del siglo diecisiete, que no te la describiré, para que la
curiosidad te invite a visitarla, y, así, le chicaníes al tío sabelotodo, el mismo que presume ser el Google de la casa – una sombrilla desteñida protege los velones, que un hombre de bigote rural, ofrece a quienes entran a rezar creyendo en lo que creen, sin importarles que el semáforo haya autorizado pasar el asfalto para que sobre la cebra desteñida se inicie la salida de una efímera carrera de suelas zigzagueantes.

En la fuente sin agua, que en su parte superior contiene una vasija sobre una mata de cartuchos – hecha en bronce por el escultor Francisco Antonio Cano – habita el rostro de un hombre barbudo, como gárgola medieval, ubicada encima del cuerpo del niño desnudo, quien con una bandeja espera recoger el agua que no caerá. El rostro fue puesto con el fin de asustar el susto de quien tiene miedo de convertirse en pecador porque su piel recuerda sentir lo que su moral le prohíbe, asustándolo, cada vez más, con la indolente resequedad del infierno. A su lado, la vendedora de minutos por celular se sienta con dificultad sobre la redondez del estanque que desértico se encuentra. Siete bolardos encadenados sirven de protección a la fuente, no a la vendedora, ni a los tres tipos, contiguos a ella, que burlones comentan un empalagoso chiste, mientras, de reojo miran sus pechos, escondiendo en su risita, la perversidad machista.

El sol fríe a quien hasta aquí llega: una estudiante, con uniforme de colegio oficial, busca sombra en la entrada del reducido centro comercial, mientras su compañera de estudio llega. Con su bebé entre brazos, un imberbe hombre, renuncia a quedarse, porque su amá, como le dice él, no llegó, optando por encaramarse a la buseta que va para el barrio Campo Valdés – nororiente – mientras una huesuda dama, con su chaza en la nuca, ofrece confiiites y maniií, con melancólico alarido.

En la entrada de la iglesia se encuentra lo que alguna vez fue la historia con historias. Hasta allí llega una octagenaria en silla de ruedas, a quien su hijo le acompaña, y ante el osario de su esposo, la anciana y el tipo, santiguan su
oración a los huesos de quién alguna vez fuera.

A la entrada del centro comercial, donde se encuentra el mercado de la computación, muchos encuentran su paraguas en un tinto, un jugo o una malta para refrescar la ausencia de quien, tampoco cumplirá la cita. En la panadería del frente, pasando la calle, un policía chatea mientras ignora la colectiva impaciencia. Al local de fotografías ingresa un muchacho a preguntar por lo que no ve en la vitrina, mientras su parcero se tarda. El calor de esta hora lo vuelve en acróbata del disimulo para que la temperatura de su cuerpo comience a bajar, quizás, para
que el olor a desespero no le recuerde su angustia cronometrada.

 

 

pensamientos de 10 \"“¡AHÍ! SÍ, AHÍ, EN EL ATRIO DE LA IGLESIA”\"

  1. Este pedacito del Medellín antiguo, lo poco que nos queda y brutalmente tasajeado por un centro comercial, por una avenida mal proyectada y por una calle de tranvía que no respetó el paisaje.
    Urbanistas modernos que aprendieron su oficio viendo transfomers y aplicando en sus planos diseños apocalípticos.

  2. Que bien Héctor por tu óptica que observa estos pequeños espacios de Medellín con tan inquietantes detalles que la mayoría no vemos por nuestro desesperante afán de llegar a casa. Definitivamente, no pensamos la ciudad, no la vivimos, nos perdemos estas películas diarias de nuestra cotidianidad.

  3. » Como siempre , estas crónicas nos llevan al medellin que conocemos , pero que pocas veces vivimos por tanto afán cotidiano. Tantas caminadas por el centro de la ciudad y tanta ceguera para observar el detalle , que nos narra en las crónicas el profesor Barrientos….En buena hora esta descripción de lo que se vive a diario en el corazón de nuestra querida y añorada ciudad.»

  4. El minucioso lenguaje cotidiano con la realidad de nosotros los transeúntes en este lugar y marcados por el afán y la espera de la cita mezclado de religión. Me causa una gran alegría por un lado por conocer cosas que no se te pasan desapercibidas, marcadas con la realidad en la avenida: calor, afán, santuario, » empleo» y desempleo desenfrenado de la policía en su chat. Ja, ja, ja… muy cómico.

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