Los apegos en el alma

El Parque de Boston

(Muchísimo antes que pasara El Papa Francisco –  por un laíto –  y  que un alcalde decretara arrancar sus adoquines para volverlos a dejar donde –  desde hace mucho tiempo –  han estado: el viejo truco para evaporar la platica de todos)

El perro bebé, quien le saca sonrisas al bebé que camina en brazos de la joven madre,  que a esta hora con lentitud se desplaza por el centro del Parque, es objeto de conversación de una pareja de muchachos – casi adolescentes –  que se reflejan en la juguetona vida de la mascota que todos los días frecuenta este sitio como manifiesto de libertad.

Él le susurra a ella que el mañana será de ambos a partir de los abrazos que se dan hasta transformase en un pulpo enamorado,  ya que sus dedos se extienden, en cada promesa, hasta la mitad de sus espaldas,  y, es cuando ella le besa con vocación apasionada su cuello para decirle en silencio,  que le pertenece,  que ese tatuaje invisible significa marcarle sus recuerdos,  sellando,  así, sus asuntos como pareja,  método ingenuo, ¿o no?,  de un par de muchachos que de rutina no tienen nada en el inventario de sus vidas, al igual que el peludo cachorrito que corretea a la madre del bebé que llega hasta donde venden empanadas para solicitar cinco,  y disfrutar de ese amor prohibido por los nutricionistas, cual es la afición por alimentos procesados en una freidora callejera. Claro, que, últimamente, también por la policía, a la cual, parece, se le olvidó perseguir pillos por andar intimidando con multas absurdas a quien venda o consuma la grasa adictiva.

Solo la niña que monta en su minúscula  bicicleta distrae a la pareja, mientras él teje un beso en los dedos de la mano – creo que es la derecha, porque en este país, la izquierda y la derecha son el mismo apellido que sólo busca riquezas personales mientras prometen solucionar los problemas del pueblo – de ella, entonces, parece que ese signo de afecto despertará el instinto correlón del pequeño pastor alemán,  quien sale en busca de la niña de la bicicleta.

De la nada aparece la abuela que dialoga con su nieto sobre la necesidad de mejorar los resultados de la escuela  porque, según ella, es la pereza que le está consumiendo los deseos de ser el mejor del aula. El niño le acaricia su rostro arañado por el reloj insobornable mientras le manifiesta: “abue, en la próxima entrega de calificaciones te demostraré que soy todo, menos lo que crees de mí, pero… dáme un cono, de ésos que venden allí, en la ventanita de  la calle Caracas”.

Así transcurren los  minutos en este Parque  de un barrio lleno de historias de apegos como para motivarme a registrar lo que pasó en este lapso, mientras sentado percibo el olor a amistad, a chuzo, a frito, a patacón, a maroma infantil, a conversación de jubilado, a las nostalgias de quienes regresan  del ayer, recordando a los fundadores de este espacio centenario, llamado inicialmente Cuatro Vientos,  y  hoy conocido como El Parque de Boston;  siendo también una extensión de él –  aunque la  separe la carrera 39 o Giraldo – la Iglesia de El Sufragio,  la misma donde fue bautizado el escritor que sólo cree en su perra llamada bruja, Fernando Vallejo, en donde – en este instante – una paloma planea su vuelo desde su campanario en busca de las migas que halla cerca al puesto de arepas,  o, quizás, desea borrar su sed en el agua estancada que guarda la fuente secuestrada por una chambrana de hierro.

Tal versión de la reciente historia, aprendida en tan sólo minutos, tiempo de mi permanencia motivadora para escribirle,  me lleva también a imaginarme el título de la presente crónica…. Todo me huele a los apegos en el alma de Boston,  como los momentos  sin teñir que viven desde arriba las miradas de  las palomas, los loros, las guacamayas que vuelan en pareja,  y los ciriris  que lo habitan. Desde la altura  lo verán  como una mancha verde que guarda oxígeno en sus raíces y hojas,  o  alegría en los artesanales gritos de los niños cuando en los improvisados deslizaderos, adheridos a un viejo camión – estacionado sobre la calle Caracas – les permiten viajar hacia la ruta de su felicidad a través de las pelotas que guarda como carga.

Es que, este bosque citadino, del centroriente de la ciudad, permite que el barrio fundado en 1908, respire por cuatro de sus esquinas regalando viento sin tacañería  a quienes lo frecuentan.

Desde el suelo,  la melancolía de un lunes madrugador –  por ser festivo –  fotografían El Parque donde Antonio José de Sucre tendría su protagonismo ,   ya que el 27 de agosto de 1908, mediante un  Acuerdo municipal, se llamó al Parque,  “La Plaza de Sucre”,  pero no fue así,  porque un error, de algún funcionario de la Alcaldía de Medellín,  en 1927, permitió que la estatua,   hecha por el maestro antioqueño Marco Tobón Mejía,  en bronce y pedestal de mármol –  de pie, altanero, y con la mano derecha levantada como refrigerando el sobaco de  José María Córdova,  se instalara aquí para ser el silencioso dueño de este espacio barrial,  y,  desde entonces,  todos le decimos:  El Parque de Boston, ubicado entre las calles 54 ( Caracas) y 55 (Perú) y las carreras 38 (García Rovira) y 39 (Giraldo), en tierras de quien era su propietario, Vicente Benedicto Villa, quien en homenaje a la ciudad norteamericana de Boston – donde había estudiado –  soñó su nombre,  y para tal fin,  donó el lote.

Esas mismas palomas, loros, guacamayas y aves pequeñas,  no saben a dónde fue a parar la estatua de Sucre,  o si Córdoba era general o soldado. Lo que si intuyen sus plumas, dentro del Parque –  que es su casa,   la casa más grande de Boston –  es que mientras la vida  de este día color con calor,  parecido al éxtasis de una  farra,  exhibe las risas que cada ocho días se reúnen en torno a los juegos, las críspetas, las bancas, los mangos biches, la conversación entre dos o tres, para caminar jugando,  o para hablar con las manos del amor, trenzadas por los novios, los nietos, las señoras con sus hijas,  y la abuela que memoriza los recuerdos de su viejo fallecido,   mientras sus miradas esculcan lo que muestran los toldos de artesanías, de amarilla lona y cromático surtido de manillas, aretes, hebillas, bolsos, incienso, postres y camaradería.

Ellas –  las palomas –  se alimentan con la esperanza que mañana esas  bancas se llenen otra vez con la conversación del jubilado, o con las preguntas brinconas de un niño averigualo todo, o con la paciencia de una joven que responde algunos interrogantes que su hermanito le hace, como, por ejemplo, “allí, mirá, sí, ahí,  Erick, esos arbolitos se llaman guadua,  y todos juntos forman un bosquecito”.

Siendo el mismo espacio – pero en un horario diferente –  la metamorfosis  es su atmosfera. En la mañana sus inquilinos son pausados como quien camina cansado, ¡no, ése no!… el de más allácito, ¡sí, el señor de bozo!, ése  que sentado lee El Q´ hubo, o aquel viejito que duerme, o aquel otro que ronca, o éste que se rasca, o esos dos que conversan sin desajustar su dentadura, o aquel que pee como un putas mientras estira su paciente espera porque ya ni espera; pero en la noche – sobre todo, los fines de semana – una procesión de todas las generaciones se convocan para disfrutar de su gastronomía informal: entre una nube del rebusque alimentario,   entre el “oe, parce”, y,  “ven, chamo”,  las voces del chorizo, las tajadas de maduro – no es el que vos imaginás – la  arepa de huevo, de maíz, de queso, con carne desmechada, o peinada, la  carne asada o  frita;  invitan – sobre el costado sur – a degustar su sazón binacional. Son tantos los vendedores y clientes,  que mientras unos saborean,  otros  esperan sentados sobre las jardineras,  quedando poco  espacio para arrastrar los pies,  como en cualquier procesión de semana santa.

Este lunes festivo – no es desteñido como todos los lunes ordinarios – El Parque de Boston desarruga la tarjeta de invitación  para que el próximo fin de semana, las guacamayas, palomas, loros y aves rojas, azules,  y hasta los cucaracheros,  se preparen para volar por  el suelo con la libertad que les da el andar,  muy cerquita del busto del poeta antioqueño, Carlos Castro Saavedra –  quien residió por aquí – y hecha por el escultor Óscar Rojas – ubicada en la parte norte del mismo, donde una placa explica su poema “Los caminos de la patria”, los mismos que se encuentran acá,  en su Parque, en el centro del barrio,  con más de cien años de historias colgadas en los suspiros de sus inquilinos,  para que su aire huela a los apegos de sus almas.

 

pensamientos de 9 \"LOS APEGOS EN EL ALMA\"

  1. » Gracias Profesor Barrientos , por recrearnos con esas crónicas tan citadinas , pero tan especiales…..Lo que yo no sabía era que los jubilados peen como un putas, ja,ja,ja,ja,ja,ja,ja,ja¡!!!!!!!!!!!», vea usted pues , lo que nos espera👌🏼
    Esperamos la otra con mucha ansiedad.
    Fuerte abrazo,
    Rubén Dario,

    1. A vos, por ser leal lector de este espacio, muchas gracias. Tus conceptos son motivadores para que nos encontremos en la próxima crónica. Un abrazo, mi hermano.

  2. Se huele a Medellín a través de cada palabra que se ve van consumiendo los ojos y es que cada una de ellas vislumbra un olor diferente, una tonalidad diversa se yergue en cada suspiro y en cada renglón de la crónica.
    Se puede conocer a MEDELLÍN y a olerla por las crónicas de este MAESTRO.
    Una vez más gracias por tan excelente trabajo escritural y en espero de las próximas.

    1. Horacio. Otra vez vos regalándome tu visión humanista de nuestra caótica realidad. Ese olor que percibes a través de las letras solo lo poseen quienes tienen un olfato humano, demasiado humano. Gracias, por ser mi maestro de entusiasmo.

      1. Lo vivido, lo que se vive, lo que se vivirá. Mezclado de rutina, gastronomía informal, revuelto de palomas, crónicas y hasta más.. . A Si es como entiendo este relato de Boston lugar de encuentro y encontrados… Gracias don Héctor por hacer que lo simple tenga para mi un poco de sal.

  3. Lo vivido, lo que se vive, lo que se vivirá. Mezclado de rutina, gastronomía informal, revuelto de palomas, crónicas y hasta más.. . A Si es como entiendo este relato de Boston lugar de encuentro y encontrados… Gracias don Héctor por hacer que lo simple tenga para mi un poco de sal.

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