¡NO SE REQUIERE UN DIETISTA!

La Plaza  de Botero

(Cuando el maestro cumplió sus ochentas parpadeos)

Veintitrés robustas esculturas de bronce permanecen indiferentes, a la cotidianidad del Parque que lleva el apellido de su octagenario padre – el maestro Fernando Botero,  el mismo que rompió el molde de lo estético con sus gordas y gordos – quien sin temor alguno,  propuso, a otros mundos, que conocieran la ciudad,  dónde él nació,  con la mirada de esos otros mundos, a partir del año 2002, fecha de su inauguración.

Su visión sensible permitió que Medellín dejara de ser un pueblito de callecitas estrechas para expandirlas hacia las avenidas universales del arte.

Sobre la carrera Carabobo entre la Avenida de Greiff,  y la calle Calibio – en todo el centro del Centro –  se halla la creación de quien ancló su obra, en este trozo citadino,  para que el ciudadano anónimo se recueste, se siente, las acaricie, pose, o converse  con sus esculturas.

Desde la tienda El Laboratorio del Café – contiguo al  Museo de Antioquia, edificio de tres pisos, un sótano y cinco patios, que demoró cinco años su construcción, y alberga al Museo desde el año 2000 –  un hombre con pinta de profesor de Filosofía,  percibe el fluir de pies, de voces, de gestos con la esperanza desgastada; sentado en el balcón de sombrillas rojas, que ofrece degustar el olor de un tinto –  muy nuestro – Y, desde su perspectiva silenciosa, ve desvanecer el día de su día, así como se disuelven los chismes de todas las esquinas.

Una madre fotografía a su esposo e hija, teniendo como escenografía,  la voluminosa mano que fundió el  maestro.

Una joven, de cintura cincelada, vende en vasos desechables, trozos de piña, a mil quinientos pesos; mientras la anciana, que tatuado lleva el abandono en sus mejillas, ofrece en una bolsa arrugada – como su mirada –  chicles a cien.

Los peluqueros de la calle Calibio, ofertan, a quienes vienen o van,  por la carrera Bolívar, motiladas baratas, porque aquí nadie compra, todos venden,  mientras que un hombre desmadejado,  invita a consumir –  en la puerta de un restaurante –  calentado a dos mil. Simultáneamente, tres operarios de overol naranja, raspan la manga que acicala a la Plaza.

Allá, sí, más acasito, no, no, no, más acá, cerca de la furgoneta que sirve de CAI a la policía,   una voz sin desgano, grita: “limonada, limonada, pa´l calor, limonada, a quinientooooos… la limonaaaaada”.  Indiferente, un joven indigente, degusta la pepa de un mango que encontró en uno de los recipientes de basura.

Sin escuchar el pregón informal, una mujer de oscuras gafas, de acento apacharrado, encarama a su pequeña hija en una de las esculturas. La niña, cual modelo sin contrato, posa, congelando el paseo familiar por este suelo. John Jairo – otro gordito –  el veterano fotógrafo que se gana la vida – en este sitio – sugiere a la mujer el mejor ángulo para captar la imagen.

Sin interrumpir el esfuerzo gráfico, pasan a espaldas de la señora con gafas,  tres desaliñados “gringos” de perfil mochilero, caminan en chanclas sufridas, mientras comentan la obra del artista. Se  hallan tan embelesados en su argumentación estética, que no advierten la presencia de otro habitante de la nada, a quien llamamos de la calle – para esconder la vergüenza moral de un país, que cree, que con eufemismos se arreglan los problemas – quien duerme su trasnochada traba debajo de una de las bancas. Las restantes son ocupadas por hombre y mujeres mayores, con cicatrices rurales, en sus conversaciones.

De sus dos fuentes de agua salen delgados chorros de diversión, mojando la alegría de tres  hermanitos, quienes,  junto a sus padres, bajaron de uno de los barrios altos,  buscando sus sonrientes inocencias.

Por aquí, también pasa, quien no conoce la dimensión creativa del maestro Botero, como el hombre desdentado, que recostado sobre la monumental Esfinge, ofrece los cigarrillos que sobre su pecho exhibe, en un cajoncito de madera. Una señora que camina zigzagueando, le averigua si los vende menudeados. Seguramente la mujer tampoco sabrá el valor global de estas enormes figuras.

Algunos turistas salen de la tienda del Museo de Antioquia con bolsas, que empacan los recuerdos de su caminata. Lo que guardarán en su olvido viajero, será que, en ése, El Palacio Municipal – monumento nacional desde 1995 –   funcionó La Alcaldía y El Concejo de la urbe, desde el 12 de octubre de 1937 hasta 1987,  cuando  se fueron a debatir lo mismo de lo mismo, hacia el sector de la Alpujarra, donde actualmente siguen debatiendo lo mismo: cháchara que nada soluciona.

Esta  donación del artista – sus esculturas,  más un millón de dólares en efectivo – se mezcla con los vendedores de sombreros, de replicas chiquiticas de la obra boteriana, o con los fotógrafos, que todos los días deambulan por la plaza, imaginando vender  mundos imaginarios, para que no los borre el tiempo –  enfocando –  eso sí,  el colorido jardín, derretido, entre tanto cemento.

Todo ocurre, tan simple, como la ausencia de memoria para quienes desconocen, que el edificio de espaldas, al acceso del Museo – delimitado por trece pinos con forma de lanza – hasta 1987 fue la sede de la Gobernación de Antioquia. Inicialmente fue conocido como El Palacio de Calibio – nombre que hace referencia a la batalla en que Antonio Nariño noqueó a Juan de Sámano, el 14 de enero de 1814 – en una finca de Cundinamarca –  llamada de esta manera –    y le ganó, no precisamente a cachetadas – en esas disputas por saber quién es quién,   entre colombianos y españoles. En la actualidad funciona como Palacio de la Cultura “Rafael Uribe Uribe” – registrado, así, en homenaje al caudillo tropelero de finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, que dejó su efervescencia belicosa, sólo cuando un hacha le dijo: “final, final, no vas más”.    Recién construido – quienes pasaban enfrente de su gótica, y ajedrezada fachada – se santiguaban convencidos que ése era el mayor de los templos católicos.

En la fachada del Museo de Antioquia cuelga un gigante pendón, que promociona los ochenta años de don Fernando, quien nació un 19 de abril de 1932. Muy pocos, de quienes circulan,  levantan sus miradas para observar en detalle el contenido del anuncio. Sólo un joven le explica a su novia, que las redondas gafas, que lleva el escultor – en esta fotografía –  es la imagen más significativa del anuncio. ¡Claro!, el muchacho no oculta su condición de estudiante de diseño gráfico.

El oscuro bronce – piel de las voluminosas esculturas – se torna amarillo, en la lengua del Gato;  en el dedo gordo del pie derecho, de la Maternidad; en un pezón de la Mujer acostada; en las nalgas de la Mujer del Espejo; en las uñas de Eva, y en el pipisote de Adán; en los labios de la Cabeza; en el pipisito  del Soldado romano; en las manos de la Mujer con fruta; en la punta – ¿qué pensaste…otro? – del zapato del Hombre a caballo; en la nariz de la cabeza que sostiene el enorme cuerpo de mujer; en las manos y uñas de la Esfinge; ya que el visitante las frota, como si fuese el masaje estimulante que requiere hasta blanquear sus ojos.

Para el silencioso profesor de Filosofía, después de solicitarle al mesero, otro tinto – tan nuestro – este sitio huele a recuerdo atrapado.

Tanto movimiento de día se diluye en la noche. Uno que otro tambaleante transeúnte se atreverá a caminarlo. La gran mayoría no lo hará, y no,  precisamente, por miedo a que salga el miedo con su voz de espanto, diciendo: “entrégame lo que llevás…  ¡pirobo!”

pensamientos de 6 \"¡NO SE REQUIERE UN DIETISTA!\"

  1. Otra crónica que nos sumerge en la cotidianidad del muladar para adentrarnos en las realidades de las que en más de una ocasión les sacamos el culo.
    Los frescos del maestro Pedro Nel Gómez que están en el antiguo Palacio Municipal, al igual que la obra de Débora Arango, también fueron censurados por los trogloditas pueblerinos del Medellín pacto, mojigato y tumbador.

    1. Miguel, claro, hermano, tu visión cultural, racional y nalitica, permite que veamos sombra dónde hay luz, sin negar la idea que las ideas también se niegan. Depués de tantas décadas compartidas seguimos recreando nuestro aprendizaje con las crónicas de nuestras paralelas vidas, por eso, cuando compartimos una Pilsen, en cualquier bar de esquina, volvemos al instante en que por primera vez debatimos la rigidez de la historia que oculta las sombras para que el sol gire y no la tierra. Gracias por tus puntuales aportes, cuando de descubrir se trata.

  2. Nos recrea nuevamente el Profesor Hector, haciendo trizas el corazón con sus crónicas del centro de la ciudad que tantas veces caminamos y que no sentimos. Que lindo homenaje al maestro Botero , que algunas veces hasta recorrió lovaina en sus noches de bohemia ,con sus grandes amigos nadaistas. Gracias Hector por describir lo que a veces nosotros miramos , pero no vemos… Excelente….

    1. Rubencho, mijo. De nuevo, gracias por esas palabras tan tuyas – generosas – que me obligan a escribir la próxima, para que vos desde la lejanía, continúes leyéndolas, y, así, acercarte a la ciudad, que juntos caminamos. Un abrazo.

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